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Ballenas

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Activistas de Greenpeace, en una protesta.

Activistas de Greenpeace, en una protesta.

Para entender la renuncia del ciudadano español a la libertad individual, basada en la nula inteligencia de la que además alardea que para mayor sorna cree que lo suyo va ligado al cerebro de Nietzsche, sólo hay que pasarse ahora mismo por las ediciones digitales de los periódicos que ustedes elijan deteniéndonos en la noticia que informa de una recientísima sentencia de la Corte Internacional Judicial que prohíbe a Japón cazar ballenas. Leyendo los comentarios de la plebe, habría que aceptar, a fuerza de sonrojarse y ser acusado de racista retrógrado o detalles aún peores –en España lo peor es que te llamen ‘fascista’, aunque cobres el paro desde hace 56 años–, que el derecho al voto de todos los ciudadanos no debería existir basándonos en sus capacidades intelectuales para discernir en asuntos como en el que ahora gasto tiempo: Japón caza ballenas y la sangre derramada –“teñida” escribía un peligroso lector hace un instante–, que en muchas ocasiones nos acciona el botón del lagrimeo fácil haciéndonos escribir comentarios de manera agresiva –asúmase que el voto de ayer es el comentario en internet de hoy– tales que uno siente vergüenza ajena, piedad y asco a partes desiguales: por supuesto gana la vergüenza ajena. En El Mundo uno de ahora mismo, antológico: “Recordad que no sólo matan ballenas, también delfines y atunes”. Sospecho que el que rubrica semejante esperpento progre es vegetariano extremista o se dedica en sus ratos libres al bonito arte de incendiar internet con comentarios sin medida que según viene la ola son modificables. Que seguro que en algún reportaje sobre sushi y sashimi habrá vertido opiniones favorables a la cocina japonesa, tan ‘trendy’ para los parias de hoy. Hace diez años un madrileño que leía libros –de hecho hizo montar su librería en el salón de casa a sabiendas que hacía poco el acto y necesitaba mostrarla– me invitó a su casa a comer sushi hecho por él. Sentí pena. Y no por la calidad del plato, ínfimo, sino por la doblez del humano que devuelve unas croquetas en un bar porque no son como “las de mi madre” y luego, porque han coleccionado tres fascículos del Telva, te obligan a comer bolas de arroz pesimamente hervido con algas nori en perfecta desconexión.

Japón caza ballenas. Y si éstas están en peligro de extinción se asume que hay que detener la práctica. Pero no olvidemos, mis queridos progres españoles, que en nuestro absurdo país no queda banco de peces –o es que alguien se cree que cuando la flota se va a las costas mauritanas es por apoyar el intercambio de culturas– gracias a nuestra paleolíticas maneras de pescar, abusando del ejemplar benjamín y vacilando de los chanquetes fritos que nos comíamos a la vez que Barcelona’92 era una realidad. “Pezqueñines no gracias, hay que dejarlos crecer”, nos decían a finales de los ochenta mientras hacíamos caso omiso incluso cuando no existía el zapping más que al UHF (hoy la 2) donde con suerte te encontrabas el mismo anuncio. Hoy, el que quiera pescado español, de piscifactoría. O sea, la antesala del cáncer: piscinas tratadas con productos químicos a las que justamente llegamos por haber hecho desaparecer a numerosas especies de nuestros mares. Y los soplagaitas que hoy deliran por la sentencia contra Japón desconocen por completo que lo nuestro es mucho peor aunque menos denunciable porque nuestras bahías no se llenaron de tanta sangre. España, ese país extraño donde un pescador patrio es un héroe aunque nunca queramos preguntarnos si pesca atunes, hoy arrima el hombro de manera irrisoria contra lo que suena a civilización, cuando el significado de esta palabra viene atado, sin lugar a dudas, a la capacidad que tenemos de discernir y apartarnos de la manada que se acongoja porque ve sangre y a animalitos gritando en una bahía de impronunciable nombre.

La Corte esa Internacional, otra muestra de la progresiva caída libre del progresista mundo, es incapaz de denunciar a China, la auténtica amenaza para cualquier especie marina y animal incluyendo la humana.

Dejo este texto y continuo llenándome de ira y humor a partes iguales mientras leo los mensajes en El Mundo que sobre la noticia aportan las fauces de la derrota del ser humano. Ojo a éste, sin desperdicio alguno: “Espero que la sentencia se haga cumplir y se pongan límites a Japón en semejante atrocidad. Que no muera ni una ballena más!” (Ojo al detalle de incluir en la opinión sólo el signo de admiración final: que o es británico, o es analfabeto, o simplemente, es un moderno más que come sushi y está afiliado a Greenpeace con las últimas cuatro domiciliaciones devueltas por su banco).

Me encanta cuando la sociedad se parte la cara por las ballenas mientras las ropas que les visten han sido cosidas por manos explotadas. Me abruma cuando el español de a pie que como sushi –tantas veces de atún– y tiene la despensa llena de latas de atún Calvo gasta tres minutos de su previsible vida en poner un mensaje escueto a favor de la defensa de los bosques marinos. Unos siente asco cuando ve hacia donde se dobla este mundo. Por eso el Seppuku, arte nipón del suicidio, es hoy la manera más honrosa de salir adelante, apartándose de toda esta basura cotidiana que nunca mereció haber vivido una democracia ni descubierto internet.


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